No voy a contaros una historia de hadas, ni de zapatos de cristal. No habrá dragones ni castillos en mi relato. No sabréis de héroes ni de villanos, no encontraréis ni príncipes ni princesas. Advierto que ni siquiera tengo un final feliz…
La protagonista de mi cuento era azul, como yo, pero ella su azul lo llevaba por dentro y ése color cerúleo la ahogaba como un mar y le pesaba como un cielo. Se acostumbró sin embargo a vivir así, en el pequeño espacio entre el agua y el aire en que se habían convertido sus días. Se dejaba llevar como un alga atrapada en una ola que la arrastra hacia la orilla, hacia cualquier orilla. Pero sabéis que las casualidades, o las “causalidades con elemento sorprendente” como las llamó una vez mi amado Rigoberto Klein, son caprichosas, y que el azul al azul llama…
Un día como todos los días, un día como los demás, un día en que se dejaba columpiar por la marea, encontró una ribera diferente, una en la que el agua y el cielo pesaban menos, una en la deseó abandonarse hasta que se apagara la luz de las estrellas. Entonces abrió muchísimo los ojos, por primera vez en mucho tiempo podía ver, no sólo mirar… Respiró un aire nuevo, sintió una brisa que de verdad la acariciaba y quiso quedarse en esa orilla. Fueron los mejores momentos de su vida, pero ya sabéis, la marea cambia con la luna.
Ella se aferró a la orilla tan fuerte como pudo, durante días el mar se tiñó del rojo de sus heridas, el aire y el agua cada vez pesaban menos, el azul era cálido en los besos de esa arena, y era dulce también, tan dulce que ella no se dio cuenta de que se le escapaba… Pero, cuando llegó el momento no tenía ancla, no hubo tiempo de encontrar una, ni de construirla, y sus lágrimas se fundieron con el mar…
Dicen que su cuerpo sigue vagando arrullado por las olas, sobre el mar, con los ojos muy abiertos, dejando que los días nazcan y mueran, esperando, alguna vez, regresar a aquella orilla.
La protagonista de mi cuento era azul, como yo, pero ella su azul lo llevaba por dentro y ése color cerúleo la ahogaba como un mar y le pesaba como un cielo. Se acostumbró sin embargo a vivir así, en el pequeño espacio entre el agua y el aire en que se habían convertido sus días. Se dejaba llevar como un alga atrapada en una ola que la arrastra hacia la orilla, hacia cualquier orilla. Pero sabéis que las casualidades, o las “causalidades con elemento sorprendente” como las llamó una vez mi amado Rigoberto Klein, son caprichosas, y que el azul al azul llama…
Un día como todos los días, un día como los demás, un día en que se dejaba columpiar por la marea, encontró una ribera diferente, una en la que el agua y el cielo pesaban menos, una en la deseó abandonarse hasta que se apagara la luz de las estrellas. Entonces abrió muchísimo los ojos, por primera vez en mucho tiempo podía ver, no sólo mirar… Respiró un aire nuevo, sintió una brisa que de verdad la acariciaba y quiso quedarse en esa orilla. Fueron los mejores momentos de su vida, pero ya sabéis, la marea cambia con la luna.
Ella se aferró a la orilla tan fuerte como pudo, durante días el mar se tiñó del rojo de sus heridas, el aire y el agua cada vez pesaban menos, el azul era cálido en los besos de esa arena, y era dulce también, tan dulce que ella no se dio cuenta de que se le escapaba… Pero, cuando llegó el momento no tenía ancla, no hubo tiempo de encontrar una, ni de construirla, y sus lágrimas se fundieron con el mar…
Dicen que su cuerpo sigue vagando arrullado por las olas, sobre el mar, con los ojos muy abiertos, dejando que los días nazcan y mueran, esperando, alguna vez, regresar a aquella orilla.
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