25/4/09

¡Aprieta el botón!

Érase una vez un niño que se llamaba Juanito y que vivía con su mamá y su hermano Alberto en un edificio tan alto, tan alto que cuando era invierno se podían tocar las nubes.
Juanito era muy listo y leía muchos libros, así que un día que se aburría decidió inventar un aparato para capturar estrellas. El primer día de curso había conocido a una niña muy linda que se llamaba María y, cuando la profesora de Conocimiento del Medio explicó los planetas, satélites y demás, la vio volverse hacia Lucía y decirle que lo que a ella más le gustaba del mundo eran las estrellas.
De modo que él se la conseguiría. Trabajó varias horas, sin descanso, un domingo de enero y, antes de que su madre lo llamara para cenar, Juanito había construido una enorme máquina repleta de botones y palancas que servían para medir distancias y otros datos de esos de los que venían en los libros de ciencias de su hermano Alberto.
Apenas pudo cenar y eso que había macarrones con arbejas, su comida favorita. Tampoco pegó ojo en toda la noche y, durante toda la mañana del lunes, apenas pudo contener la emoción y las ganas de contarle a María que pronto, muy pronto, tendría su estrella.
Llegó la tarde y Juanito aprovechó la hora en que todos dormían la siesta para subirse a una nube cercana y esperar a que cayera el sol. La espera no fue muy larga, entretenido como estaba en comprobar el buen funcionamiento de su máquina mágica, así que, en menos de lo que canta un gallo, allí estaba ella, la primera estrella de la noche.
Y era tan bella que por un momento casi olvidó por qué estaba sobre una nube con un aparato lleno de teclas de colores. Pero aparecieron más estrellas, y el cielo parecía la cara de María, todo lleno de sus pecas. Entonces recordó. ¡Juanito, aprieta el botón! –se dijo. Pero los nervios lo traicionaban y apretó ocho o nueve botones antes de darse cuenta de que, para atraparla, necesitaba tocar el redondo y azul.
A punto estuvo de caer de la nube por el peso de la estrella, y de quemarse también, porque desprendía mucho, mucho calor. Tampoco podía mirarla directamente, corría el riesgo de que la luz lo dejara ciego, así que la envolvió en una manta especial y la escondió en su mochila sin que nadie, absolutamente nadie en la casa se diera cuenta.
A la mañana siguiente, en el recreo, Juanito quiso enseñar a María su regalo pero cuando abrió la maleta vio que algo no marchaba bien. No había ni luz, ni calor. La estrella había enfermado y moriría si no hacían algo rápido, dijo ella.
Entonces se colaron en la cocina y escondieron la estrella en el horno, a una temperatura adecuada según la máquina mágica y, cuando acabaron las clases, ambos, fueron a casa de Juanito, se subieron a la nube, y esperaron el momento en que podían devolverla sin peligro, es decir, cuando volviera a salir la primera estrella.
Allí estaba, tan bella como la primera vez, ensimismando a Juanito de nuevo, tanto que… ¡Aprieta el botón! –escuchó la voz de María y, en un segundo, estaba su luz en el cielo.
- Gracias, Juanito –dijo la niña.
- ¿Por qué?
- Por regalarme una estrella…
- De nada, María. Además, al final la devolvimos.
- No importa porque, ¿sabes lo que más me gusta del mundo?
-¿El qué?
- El arco iris.

1 comentario:

Iseo dijo...

Mi sobrina(María) acaba de enamorarse de tu cuento.
Menos mal que es Eva la que escribe en los otros dos blogs, ¡me resisto a creer que se pueda crear a ese nivel en dos formas tan distantes!
Saludos a las Caperucitas.